jueves, 23 de abril de 2015

Trabajos Escritos: La Casa de Asterión


¡Hola a todos! Llegó el día de las primeras publicaciones y estoy muy feliz de empezar a hacerlo. La consigna era reescribir La casa de Asterión, desde la voz de Teseo. Esto serviría, no sólo para desplegar la imaginación y ser creativos, sino para practicar el tema de la focalización. En esta primera entrega, van los trabajos de Lulu Undem y de Alejandro Estrada. Estaré publicando más, en breve. Que lo disfruten.

TESEO
Por Lulu Undem

    Ni una brisa se puede sentir, solo el frío de los muros estropeados y exuberantes. Ni siquiera escucho mis propios pasos. Mi corazón late como un tambor o un redoblante. Oigo mi respiración sin cesar y con velocidad. A lo lejos, se escuchan gritos (primero); una voz quebrada, pidiendo a llantos salir. Cuerpos de jóvenes, hombres y mujeres, en diferentes posiciones que simulan un descanso profundo, con manchas de sangre en la ropa, en las manos, en los brazos, en la cara y en el torso. Ver estas almas hace que un viento recorra por mi cuerpo, un viento no tangible, algo que solo yo podía sentir. Otro llanto (segundo). Debo cumplir con mi objetivo, matar al Minotauro. Tengo que encontrarlo y enfrentarlo con seguridad y acomodar mi cuerpo y matarlo. Sí, eso haré, ¿o no?, pues luego lo sabré.

     Voy a llevar lo que todo mi pueblo de Atenas quiere: paz. El Minotauro va a pagar por todos los cuerpos inocentes, va a pagar por todo el sufrimiento de los seres queridos. Él, que está ahora allá arriba, mi amigo, mi compañero. Un herrero extraordinario. Trabajaba para el palacio con su padre, un amigo del mío, el rey Egeo. Hacía las espadas, armaduras, navajas. Un día hablé con él, tenía mi misma edad, y charlamos por horas, me enseñó cómo era su trabajo, lo ayudaba, lo invitamos a las fiestas que se hacían en el palacio junto a su padre. Éramos realmente muy buenos amigos. Hace nueve años lo llevaron a Creta como tributo, y nunca más volví a verlo. Pues ahora habrá venganza y paz, no solo para mí, sino para todo Atenas.

     Los muros tiemblan (tercero) y desde mi hombro veo el camino del hilo. Verlo me recuerda a mi amada, Ariadna. Ella que me espera del otro lado del infierno. Ella que hace que mi objetivo se cumpla. Con solo pensar en su nombre recuerdo toda su figura, su pelo castaño como las nueces, tan suave y tan detallado como un cesto de esparto, su aroma a violetas que encendían los aires, sus ojos oscuros, profundos, un mundo por descubrir, su vestimenta llena de alegría. Una mujer inolvidable. Ella me dio el ovillo de hilo para poder sobrevivir: tuve que atar el ovillo en la entrada y mientras camino, tengo que desenrollar el hilo, y así sabré mi salida.

     Paulatinamente escucho los gritos cada vez más fuertes y funestos (cuarto). Mis manos transpiran y mi espada tiembla, en verdad, todo mi cuerpo tiembla. Respiro hondo, y me calmo. ¿Es así como todos los jóvenes se sienten ante el minotauro o solo soy yo? ¿Lograré matar al Minotauro? ¿Podré ver a mi amada otra vez? ¿Cumpliré mi objetivo? (Quinto) De repente, oigo un rugido mayúsculo y fuerte. Un terremoto: pedazos de muro se caen, aquellos ya en el suelo saltan como bailarinas. Parece que se cae el mundo. Al correr, presiento unos pasos bruscos en alguna parte cerca. No sé de donde vienen hasta que llego al final de un callejón. En presencia, el Minotauro. Algo inexplicable, algo nunca antes visto, no lo consideraría ni un humano ni un animal. Una masa monumental de ancho y de alto, lleno de tierra en sus piernas (o patas), sus manos gigantescas color bordo con unas uñas filosas, unos cuernos exuberantes, sus fosas nasales se abren y cierran con furia, como si hubiera algo a punto de explotar. Los ojos redondos, grandes y oscuros, demuestran otra profundidad que los que tiene Ariadna, es una profundidad más oscura, algo que nunca quisieras conocer, un infierno.

     Mi lenguaje corporal demuestra seguridad, pero mi cabeza es totalmente lo opuesto. Quiero correr o desmayarme o tirar la espada u otra acción. Pero ya no hay vuelta atrás, y no puedo huir porque sería una decepción para Ariadna, mi padre, mi pueblo y más que nadie mi amigo. Este es el punto de no retorno. Respiro hondo por última vez, agarro mi espada con firmeza y empiezo a correr hacia él. El Minotauro ruge y ruge. Levanto mi espada y lo clavo justo al costado del cuello. El monstruo cae de rodillas, cierra sus ojos, sonríe, grita una última vez y luego, nada. Agarro el hilo rápidamente y sigo su rastro. Cuanto mas cerca está de la salida, una luz blanca se aproxima, crece en tamaño. Puedo oler libertad, una adrenalina recorre todo mi cuerpo y allí, en la puerta, mi hermosa Ariadna recibiéndome con una sonrisa y una lágrima acaricia suavemente su mejilla, un grupo de palomas blancas vuelan detrás de ella. Siento que todo mi cuerpo sonríe.
        
     Lo he logrado, se hizo justicia. Esto es para vos, amigo mío, logré lo que quisiste hacer, va dedicado a tu nombre. También mi acto de libertad es para todos los familiares y amigos de los tributos. Se ha consagrado la paz, pueblo mío, no más deuda a Creta, ya podemos descansar cada noveno año.

     El último rugido del Minotauro lo tendré en mi cabeza por el resto de mi vida. No era como los otros, tenía otro significado, otro mensaje. No parecía enojado, lo noté feliz. Desde nuestro encuentro que había algo peculiar. No se movió, se quedo ahí, quieto. Como si estuviese esperando este momento por mucho tiempo: salir del infierno.

TESEO
Por Alejandro Estrada


   Me las han dicho todas: mocoso, vago, inservible.Incluso, algunos me han dicho ser una decepción. Yo suelo ignorarlos y hacerme el desinteresado, después de todo… ¿qué más da? (noten que acabo de hacerlo de nuevo). Es cierto que no soy el tipo de persona a la que se le debería haber atribuido el titulo de ser hijo de Poseidón; esos honores son dignos de Maratón, o Heracles tal vez… Es cierto también que no parezco ser tan heroico como mi padre, ni tan astuto como mi abuelo, ni tan fuerte como mis amigos, ni tan educado como mis primos. Pero ninguna de mis carencias sirve de excusa para que un príncipe pueda tener tan poco respeto en su propio reino.

   Día y noche me la paso pensando en el gran golpe. No hay otra cosa que me interese. ¿Cómo va a ser? ¿Tardará mucho más en llegar? No lo voy a negar, el gran golpe no es una profecía de ningún oráculo ni una promesa de los dioses. Es algo ideado por mí, que me ayuda a dormir más tranquilo. Me encuentro en una batalla cuerpo a cuerpo contra el desprecio y estoy siendo derrotado terriblemente; solo un gran golpe puede dar vuelta el tablero y darme la victoria. El día en que aseste ese gran golpe, seré respetado.-¡Piedad! –suplicó una voz cercanamente distante.

   -¡Por todos los dioses, sea clemente Egeo, mi rey! –aulló otra.

   Con una curiosidad infinita, sin siquiera ponerme las sandalias, corrí a ver qué estaba sucediendo. Atados a una cadena larga y pesada estaban catorce jóvenes siendo contados y revisados por mi padre y sus secretarios. Los lamentos venían de la multitud que estaba siendo frenada por la guardia real, un poco más atrás ,en la entrada del Palacio.

   -Todo en orden. –notificó frio y tajante el Secretario Real. Y en ese instante comenzaron a trasladar a los presuntos prisioneros en dirección al puerto. Los lamentos no disminuían y ya eran alaridos, los jóvenes miraban hacia abajo y pateaban la tierra al caminar como si les pesara su realidad. No me atreví a preguntarle a mi padre qué pasaba porque raramente hablábamos y si lo hacíamos era por pura convención, es así que me dirigí a una de las mujeres en la muchedumbre que lloraba desconsolada. Vestía un taparrabo que le cubría lo justo y tenía las manos sucias y ampolladas.
  
   -¿Qué sucede plebeya, por qué razón pide misericordia a su rey? –Pregunté,  manteniendo siempre una distancia de precaución-.
   -Tu, incompetente… -respondió con amargura en las venas- Deberías ser tu quien suba a ese barco y no mi pobre hijo. Seguramente el Minotauro de Creta estaría contento de saborear tu carne blanda y poco ejercitada antes que la de mi pobre Eumenes.

   En ese momento comprendí todo: habían pasado siete años desde el último sacrificio y había que cumplir con la ofrenda al Asterión.

   De pronto, un ardor inconfundible empezó a crecer adentro mío, una excitación incontrolable se apoderó de mí, acelerando mi respiración y llenándome de adrenalina. Era el momento de dar el gran golpe.

   -¡Ciudadanos! –Grité agravando la voz-. Nadie pareció prestar atención.
   -¡Atenienses! –Rugí esta vez-. La muchedumbre dejó de lamentarse y toda la atención pareció dirigirse hacia mí. Mi padre, con el ceño fruncido, miró asustado por lo que podía llegar a decir. 
   Comenzó a surgir un cuchicheo entre la plebe. Entonces hablé.

   -¡Yo, príncipe de Atenas, me niego a dejar que mi futuro reino sea amedrentado por una criatura de otras tierras! ¡Es mi honor y mi deber librar a mi gente de semejante mal! ¡Voy a viajar a Creta y matar a ese maldito minotauro!-. Por primera vez pude recibir la satisfacción de llenar a mi padre de orgullo. Él fue el primero en aplaudir, lo siguieron los secretarios y luego la muchedumbre. Les había dado esperanza. Les había dado vida.

   Al día siguiente partí junto a los catorce jóvenes a las tierras vecinas de Creta. Cuando llegué, fui recibido con honores de príncipe. Todos sabían que yo estaba allí para intentar lo imposible y matar al Minotauro. Había quienes me creían corajudo y quienes me creían fatalista; por cualquiera de las dos cualidades me admiraban enormemente. Era un momento único en mi vida, me sentía respetado. 

   Ahora más que nunca quería vivir, quería esa vida para siempre, pero un peligro inminente nublaba el paisaje.

   (Lo que pasó con Ariadna y el resto de los sucesos hasta el momento final son irrelevantes para el relato).

   Después de una larga caminata en el laberinto, sin un rumbo, pero con un objetivo,  sentí algo y me volteé.

   Era Él. Su silueta se dibujaba inconfundible en la brillante oscuridad. Magnánimo, poderoso, feroz, temible. Su respiración era tan intensa que se podría haber escuchado a cientos de metros. Lo tenía a una distancia de tres pasos y podía oler su aliento nauseabundo. Quise huir, pero tenía una pared en mi espalda y un orgullo en mi pecho que no me permitían hacerlo. El mismo ser que me había dado la vida, ahora iba a quitármela.

   -Has llegado –dijo la bestia con un tono tan grave que hizo vibrar las paredes. Se acercó un metro más. Pude ver su cara. Era la antítesis de la descripción anterior. Se mostraba humilde, contento y agotado al mismo tiempo. Él me había estado esperando, pero no quería matarme.

   -Hazlo rápido y libérame para siempre -.

   Seguía sorprendido, hasta que comprendí que él era un adversario de la vida.  Necesitaba un gran golpe para vencerla y yo iba a ser su redentor. Lo hice rápido y sin pensar. Cayó de manera noble y murió a mis pies.





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